¡Y así empezamos
nuestras andanzas! Aquí no te recibimos con un simple “Hola”, preferimos
plantearte una pregunta que, aunque a simple vista parezca sencilla, más de uno
ha necesitado estrujarse los sesos para responderla. A mí por ejemplo, por
muchas vueltas que le di en su momento, no fue hasta hará aproximadamente
cuatro años que no vi clara la respuesta.
En aquel entonces yo
era un pipiolín recién graduado que, buscando aventuras, acabó en un proyecto
de interculturalidad barrial. Fue durante unas jornadas de formación de dicho
proyecto cuando conocí a un hombre increíble; esta persona no sólo tenía una
carrera profesional envidiable con poco más de 30 años, sino que se había
ganado a pulso el respeto ajeno por su labor. Toda una figura a tener en cuenta
dentro del campo de la antropología.
El susodicho pues, durante una dinámica, nos hizo la
fatídica pregunta. La mayoría contestaron con respuestas típicas, sin demasiado
trasfondo; mientras que en mi mente una avalancha descomunal de ideas caía
descontroladamente sobre mi razón. Llegó mi turno y, pese a saber que educar era
aquello que deseaba de corazón y por vocación, no conseguía explicar con
palabras lo que pasaba por mi mente.
En ese instante el mundo se paró y yo tenía ganas de bajarme
de él. Realmente la pregunta me dejó fuera de combate; nunca me había percatado
de que no sabía expresar esa respuesta que aparentemente era tan simple. Pero
entonces, haciendo camino entre ese caos de ideas, apareció una imagen de este
hombre con una leve sonrisa de satisfacción y comprensión.
La dinámica paró, y el joven experto que tenía frente a mí
quiso contarnos una anécdota. Una historia que le pasó a principios de siglo XX
a Sir Ernest Rutherford. El tipo ganó un Novel de Física entre otras cosas,
para que os hagáis a la idea de que no era un cualquiera.

El ejercicio decía así: “Demuestre cómo es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro”; y el alumno, ni corto ni perezoso, propuso que se atase a una cuerda el barómetro, se tirara desde la cima hasta el suelo y se midiese la cuerda. Vale, si, visto así el chaval tenía razón, ahí pilló a los profesores, pero se le olvidaba la regla de oro: a los profesores no se les chulea.
Ernest se reunió con el chaval y le pidió que en 5 minutos
le diese una respuesta FÍSICA a esa pregunta, pero como respuesta sólo recibió
silencio. Al ver que habían pasado 4 minutos y la cabeza del joven parecía que
fuera a explotar de tanto pensar, Mr. Nobel en Física le dijo que si no podía
contestar a algo así que saliese de la sala con viento fresco. Pero entonces la
respuesta que recibió fue: “El problema no es que no sepa la respuesta, es que
hay demasiadas respuestas válidas y no decido cual elegir”. Al final optó por
explicar que lanzando el barómetro al suelo y cronometrando el tiempo de caída,
me
diante una fórmula matemática (que no voy a poner) se podía saber la altura.
El físico se quedó sorprendido: esa era una respuesta
válida, ya que se usaba la física para resolver el problema, pero no era ni
mucho menos una solución convencional. Así que, intrigado le preguntó sobre las
otras soluciones que pasaban por su mente, con lo que empezó el monólogo del
alumno. Le dijo mil maneras: algunas simples como usar el barómetro a modo de
medida e ir contando mientras se suben las escaleras, o comparando la altura de
la sombra del barómetro con respecto a la del edificio; otras más complejas,
usando distintas fórmulas relacionadas con la oscilación o la fuerza de
gravedad; y un par tan básicas como ir al conserje del edificio y pedirle la
información a cambio del trasto.
Satisfecho e impresionado, Sir Rutherford le felicitó por
sus poco ortodoxos razonamientos y, antes de despedirse y con cierta vergüenza,
le preguntó si de todos modos conocía la solución que pretendían que diese. A
esto el joven contestó con una sonrisa “por supuesto que la sé, pero durante
mis estudios los profesores han intentado enseñarme a pensar, no a memorizar”.
La tarde llegó, y después de hablar con el profesorado para
que le pusiesen un 10 en toda regla, Lord Ernest Rutherford salió sonriente de
la universidad, con una calma en el corazón y un pensamiento a la cabeza:
“gracias a jóvenes como el de hoy, el futuro que nos espera será maravilloso”.
Como aclaración final de la anécdota, cabe decir que el
joven estudiante se llamaba Niels Bohr, quien en un futuro no muy lejano,
ganaría el Nobel de Física por sus incalculables aportaciones al mundo de la
física cuántica.
Esta historia realmente supuso un gran impacto para mí: su
moraleja expresaba exactamente lo que quería conseguir trabajando como
educador. ¿Que por qué quiero ser educador? Porque la mayor enseñanza que se
puede otorgar a una persona es la del pensamiento propio. Es lo que marca la
diferencia, lo que crea ilusión, interés, emoción, anhelo por crecer, por
descubrir, por aprender, cada vez más, y más, y más, sin pausa y sin descanso.
Quiero ver ese fenómeno en las personas y sentirme parte de él.
Y tú, ¿por qué quieres educar?
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